miércoles, 18 de julio de 2012

Ana no duerme: "3", de Pablo Stoll


Cada película que tenga como protagonista a un adolescente genera la emergencia de sentimientos y sustantivos de lo más diversos y encontrados: simpatía, compasión, alivio, gracia, frescura, inocencia, creatividad, novedad, descubrimientos, sorpresas. Todas estas cosas son las que se ven en Ana, adolescente uruguaya de 18 años que está terminando el colegio secundario, que atravieza sus primeras experiencias sexuales y que, de a poco, crece, con todo el peso y la densidad que conlleva dejar de ser, de a poco, una niña.
Ana se queda libre del colegio, a pesar de su inteligencia privilegiada; fracasa como arquera en el equipo de handball escolar y nacional, a pesar de su talento; fuma, se emborracha y se acuesta con un noviecito ebrio que vomita luego de una noche un poco cruel. Pero a ella, parecería, que nada le importase demasiado.
Es que Ana está creciendo y las coordenadas que le tocan no son las más favorables (¿hay coordenadas favorables para un adolescente?). Es la única hija de un matrimonio divorciado. Su padre es dentista, amoroso, atento... y meláncólico. Y ella es una muchachita que no halla el modo armonioso de relacionarse con este padre que intentará abordar a su hija que está creciendo y, poquito a poco, deviniendo mujer. Es que su propia pareja lo rechaza, sus compañeros de fútbol lo excluyen y pareciera como si, solamente, sus plantas y sus viejas pacientes lo escuchasen o, al menos, se dejasen cuidar por él un rato. Ana tiene una madre compinche, austera y.... melancólica, que se encuentra cuidando a una vieja tía internada en una unidad de terapia intensiva. Es la única familia de la señora convaleciente, pero pareciera que el hospital fuese el único lugar donde se siente alojada. Va a cuidarla absolutamente todas las noches y Ana se queda en su casa, sóla, probablemente haciendo de las suyas.
Las coordenadas no parecen fáciles para ninguno de los integrantes de este triángulo. Pero “Anita” es joven, está creciendo y se expone. Su casa y su familia se caen a pedazos; su vida escolar y su vida deportiva también. Sus relaciones sociales penden de un hilo. Su incipiente sexualidad irrumpe como un sinsentido (¿acaso hay sentido cuando de sexualidad se trata?). Pero ella lo busca. Persigue muchachos por la calle, invita a su noviecito a la casa en esas horas en soledad que pasa, le importan un bledo los esfuerzos de sus compañeros de curso por lograr acceder al tan deseado viaje de egresados. Ana descubre el rock y es amante de un chico mayor con novia, con quien, probablemente, comience a elaborar algo de lo que signifique ser una mujer. Es que Ana no duerme y Ana quiere jugar, todo al mismo tiempo: la transición es patente y la cita del maestro Luis Alberto más que pertinente.   
Resulta que este padre cincuentón melancólico, muy a pesar de los modos vergonzantes que elije para dirigirse a su hija adolescente, logra abrazar, apaciguar y contener algo de las confusiones y del caos del mundo de su hija y de la casa de ésta y de su ex mujer. No obstante, pareciera que lo que se le escapa -en el fondo, segundo objetivo de este señor- fuera el misterio de esta última quien, entre salas de esperas y partes médicos, vuelve a creer en su capacidad de gustar y de enamorarse.



El desenlace responde a una lógica verosímil vital, y no así a la de una película (de la cual destaco la banda sonora): a todos los intentos fallidos de Anita, le sumamos que su mejor amiga consigue otra mejor amiga, y su novio consigue otra novia. Pero, en este camino logra reencontrarse con un padre amoroso y feliz consigo mismo al cual dejar de subestimar, a una madre revitalizada y a una casa renovada que habilitará a estos fragmentarios integrantes de una anárquica familia de estos tiempos a comer pastas los tres juntos un domingo al mediodía. Y bailar, y reir, y crecer, con las grietas, el dolor, la emoción y la audacia que todo eso conlleva.


Summer Finn

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